Tarzan Y El Imperio Perdido by Edgar Rice Burroughs

Tarzan Y El Imperio Perdido by Edgar Rice Burroughs

autor:Edgar Rice Burroughs [Burroughs, Edgar Rice]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Infantil
publicado: 2011-01-19T23:00:00+00:00


XII

La tendencia a alardear no es prerrogativa de ninguna época, raza o individuo, sino que es más o menos común a todos. Así que no es extraño que Mpingu, crecido de importancia por el secreto que sólo él compartía con su ama y la servidumbre de Maximus Praeclarus, dejara caer de vez en cuando alguna palabra con la que impresionar a sus oyentes. Mpingo no tenía intención de hacer ningún daño, era leal a la casa de Dion Splendidus y por iniciativa propia no habría perjudicado a su ama ni al amigo de su ama, pero ocurre a menudo con las personas que hablan demasiado, y Mpingu sin duda es así. El resultado fue que cierto día, cuando compraba en el mercado provisiones para la cocina de Dion Splendidus, notó que una mano fuerte se posaba en su hombro, y al volverse se asombró al encontrarse ante un centurión de la guardia de palacio, tras el que se encontraba una fila de legionarios.

–¿Eres Mpingu, el esclavo de Dion Splendidus? – preguntó el centurión.

–Lo soy -respondió.

–Ven con nosotros -ordenó el centurión.

Mpingu dio un paso atrás, temeroso, ya que todos los hombres temían a los soldados del césar.

–¿Quién eres y qué quieres de mí? – preguntó-. Yo no he hecho nada.

–Ven, bárbaro -exigió el soldado-. No me han enviado a charlar contigo, sino a llevarte conmigo. – Y dio un tirón a Mpingu y le empujó entre los soldados.

Se congregó una multitud, como ocurría siempre que arrestaban a alguien, pero el centurión hizo como si no existieran y la gente se apartó cuando los soldados se alejaron con Mpingu. Nadie preguntó ni interfirió, pues ¿quién se atrevería a preguntar a un oficial del césar? ¿Quién interferiría en favor de un esclavo?

Mpingu pensó que le llevarían a las mazmorras que había bajo el coliseo, que era la cárcel común en la que eran confinados todos los prisioneros; pero después se dio cuenta de que sus capturadores no le llevaban en esta dirección, y cuando por fin se le ocurrió que su meta era el palacio le invadió el terror.

Nunca hasta entonces había pisado Mpingu el recinto de palacio, y cuando la puerta imperial se cerró tras él se hallaba en un estado mental que rozaba el colapso. Había oído contar historias de la crueldad de Sublatus, de la terrible venganza que infligía a sus enemigos, y tuvo visiones que le paralizaron la mente de tal modo que su estado era de semiconsciencia cuando por fin fue llevado a una cámara interior donde se encontraba un alto dignatario de la corte.

–Éste -dijo el centurión que le había traídoes Mpingu, el esclavo de Dion Splendidus, a quien me han ordenado te traiga.

–¡Bien! – exclamó el oficial-. Tú y tu destacamento podéis quedaros mientras le interrogo. – Luego, se volvió a Mpingu-. ¿Conoces el castigo por ayudar a los enemigos del césar? – preguntó.

La mandíbula inferior de Mpingu se movió convulsivamente como si fuera a responder, pero fue incapaz de encontrar su voz.

–Mueren -gruñó el oficial en tono amenazador-.



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